Sospeché que estaba enferma mucho antes de que las autoridades dieran la voz de alarma. Antes de que nos prohibiesen salir de casa; incluso antes de que las farmacias se quedasen sin desinfectante de manos, los supermercados sin papel higiénico, antes de que desapareciesen todas las mascarillas y antes de que suspendieran los conciertos, el fútbol, los vuelos y los viajes.
Poner una fecha sería algo inexacto, pues uno no enferma de un día para otro. O quizá sí lo haga pero la ignorancia y el desconocimiento nos impiden ser conscientes de ello. Tal vez es la propia afección la que nos nubla los sentidos o puede que sea nuestro narcisismo el que no nos permite creer que no somos invencibles y que ya hemos caído. Porque no lo ves venir, no quieres verlo. No es como observar que te acercas a un puente en construcción al final del cual hay solo abismo. Solo corres, con los ojos vendados, intentando llegar a la meta sin parar el ritmo. El problema es que cuando quieres darte cuenta; la meta que creíste ver se disolvió entre las nubes y tú ya has caído. Por eso, no os puedo dar un día exacto en el calendario; pero a día de hoy, aunque entonces no lo supiera, sí puedo asegurar que algo en mí se rompió hace unos tres o cuatro años y obvié todos los síntomas. Como quien ignora un catarro mal curado; como quien sigue entrenando sin querer parar aún estando lesionado.
No me paré a pensar, ni me metí en la cama. La lógica imperó, ya que jamás vas al médico cuando crees que no te pasa nada o cuando sabes que algo ocurre, pero crees que se pasará. La fiebre me mantenía activa, y con el corazón acelerado, continué con mi vida atropellada. Comencé a alargar poco a poco las horas del día. A mantenerme ocupada: a estudiar, a trabajar, a ejercitarme, a cuidar de los demás… soltando lastre para aligerar la carga, perdiendo en el camino mi amor por la música, las letras, la conciencia y la calma. Pero nunca me paré a respirar ni pedí a gritos que me cuidaran… o quizá sí lo hice pero nadie me escuchaba. Y en medio de esa vorágine encontré la poción mágica; la ilusión perdida; el multiplicador del tiempo y, en tan sólo veinticuatro horas, aprendí a vivir dos vidas. A no detenerme ni un instante. A correr de un lado a otro para adelantar al tiempo y decir que todo está bien, saltando de mentira en mentira. Y así, con un reloj que marca 120 segundos por minuto y con mucho escepticismo previo; atardeció el 13 de marzo en Zaragoza y la noche más larga se nos vino encima, atrapándonos a oscuras dentro de nuestras propias vidas.
Acaté el aislamiento con preocupación, resignación y algo de enfado. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, las cuentas bancarias daban vueltas en mis sueños; y el cuerpo se desencajó de dolor rindiéndose a la inercia que provocan las paradas inesperadas causadas por los frenos de emergencia. Organicé mi día a día, a mi velocidad convenida, pero mi propio reloj me traicionó dejando de monitorizar toda la actividad que hacía; decidió apagarse y devolverme mi vida. Volvió a sincronizarse el segundero con el sol cuando amanece, con la luna y las estrellas, con mis ritmos circadianos y, mis días volvieron a tener 24 horas. Volvieron a ser solo un día.
Y fue así como encerrada en la jaula más pequeña de la historia, años después de llamar a mi puerta desaparecieron la angustia, la prisa, la ansiedad, la tensión y la fatiga. Fue así como volví a disfrutar del mundo a cámara lenta, y así como volví a escuchar a las voces que hablaban en mi cabeza. Recuperé la paz que había perdido, recuperé la consciencia y la armonía. Fue así como mi vida se equilibró conmigo misma volviendo a avanzar a merced del ritmo pausado que marcan mis propios latidos. Y solo queda esperar a vencer el pánico y la agorafobia, soñando con que sirva a largo plazo todo este aprendizaje para que cuando salga el sol, para cuando seamos libres y el mundo vuelva a la normalidad de antes; nada vuelva a ser como era, que con vivir día a día, ya debería ser bastante.