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Cuando un viaje se termina, otro paisaje comienza.

Se (re)inicia el calendario que, en septiembre, resetea. Los recuerdos de un verano que despacio, pieza a pieza, han formado un nuevo puzzle de emociones, de memorias, reencuentros y preferencias.

Si me dieran a escribir un folio en blanco, elegiría tatuarle letra a letra esta vida de pirata, con el parche que muestra una realidad a medias; la del reloj olvidado, la del sol bien caliente; la que te hace sentir distinto, relajado, inmortal, (in)diferente.

Elijo volar ligera, improvisando el viaje, con esta sensación minimalista que de a pocos se encuentra. ¡Da igual mar de arena o piedra! Que mi corazón de artista no soporta la (in)comodidad impersonal de una hamaca y por absurdo que parezca, con la cabeza en las nubes yo aún prefiero el cuerpo a tierra.

Escojo esta vida instantánea, sin horarios ni planes, en la que en muchos momentos me olvido del teléfono y de contestar a los mensajes. Me encantan estos días diseñados para cumplir deseos (in)alcanzables, en los que gasto más de la cuenta y despierto sin saber si es muy temprano o muy tarde. Elijo esta vida ambigua, loca, silvestre, salvaje… en la que mi hogar errante se encuentra donde estén ellos, mis dos compañeros de historia y de viaje.

Pero ahora que todo esto acaba, todo de nuevo comienza.

(R)establezco el caos dentro del orden y recupero mi existencia organizada y prosaica de (en)sueño e (im)perfecta que alimenta con su maravilloso día a día, mi alma torturada e idealista de inagotable turista y de frustrada poeta.

A veces con cumplir, no basta.
Hay que sentir el momento,
soplar las velas.

Vivir la fecha,
pensar deseos,
fijar tus metas.

Quemar la vida.

Y avivar el fuego día tras día.
Que de incendios los años van repletos
arrasando esta existencia que es caduca,
temporal e indefinida.

Y así pasan los años,
sumando experiencias,
sueños, fantasías…
con la sensación continua de viajar a la deriva.

Si no recuerdo ya mis últimas palabras, es porque el tiempo arrasó con las libretas que en mi cabeza se vaciaron de páginas tachadas, quedando tan solo la espiral llena de restos de papel arrancado y aquellas tapas azules desgastadas.

Si hoy las letras se agolpan apresuradas es por recuperar las hojas en blanco que aún con el precinto estaban. Y liberadas con una inspiración seguida de un suspiro de caracteres han hecho explotar el sinsentido del abismal vacío literario que me acompañaba.

Soy consciente que tal vez, no suenen acompasadas, pues libres brotan sus trazos como el agua cristalina del deshielo que buscando su camino fluye por arroyos nuevos.

Si hoy no escribo con la urgencia del que olvidó como se espera, es probable que al descuido, en un tropiezo, las pierda; y tan desordenadas queden las ideas que, mudando lógicamente a incoherentes, ni yo desearía escribirlas, ni nadie consideraría leerlas.

Si esperabas una historia que comienza, sigue, acaba; es que no me leíste nunca, ni entendiste de qué hablaba.

Si esperabas una historia que termina, enreda, empieza; no dejes tus perspectivas en las manos de un poeta.

Siempre es para siempre, hasta lo que una vez llegó para quedarse pero se terminó marchando. Todo aquello que consiguió tocarte el alma. Los recuerdos, los lugares, las personas, los momentos… hasta los instantes más fugaces se hacen eternos entre tu memoria y tu corazón.

Para siempre son los sueños no realizados, los deseos cumplidos, los amantes de una noche y los que se quedaron toda una vida a tu lado. Para siempre los amigos, los que desaparecieron y los que te hablan a diario, los están siempre contigo y los que solo te escriben de ciento a viento en ciertos días grises y en tu cumpleaños.

Para siempre son las cicatrices, tatuajes vitales que, aunque a veces invisibles, perduran en el tiempo. Son perpetuos los engaños y las decepciones; así como los aciertos y las decisiones equivocadas. Para siempre las ilusiones, las palabras dichas en voz alta, los pensamientos dormidos y la verdadera confianza.

El amor de tu vida es para siempre, aunque alguna vez se despiste en el camino y no siempre esté a tu lado. Son para siempre los días perdidos, distancias temporales irrecuperables. Para siempre también son los te quiero y las cartas que una vez escribiste, incluso las que no llegaron a su destino y quedaron perdidas sin leerse. Para siempre es la promesa de un compromiso eterno, y nada hay más para siempre y más permanente que eso.

Siempre serás para siempre… y que nada ni nadie te arrebate lo que eres, lo que vives, lo que sientes. Siempre.

Sospeché que estaba enferma mucho antes de que las autoridades dieran la voz de alarma. Antes de que nos prohibiesen salir de casa; incluso antes de que las farmacias se quedasen sin desinfectante de manos, los supermercados sin papel higiénico, antes de que desapareciesen todas las mascarillas y antes de que suspendieran los conciertos, el fútbol, los vuelos y los viajes.

Poner una fecha sería algo inexacto, pues uno no enferma de un día para otro. O quizá sí lo haga pero la ignorancia y el desconocimiento nos impiden ser conscientes de ello. Tal vez es la propia afección la que nos nubla los sentidos o puede que sea nuestro narcisismo el que no nos permite creer que no somos invencibles y que ya hemos caído. Porque no lo ves venir, no quieres verlo. No es como observar que te acercas a un puente en construcción al final del cual hay solo abismo. Solo corres, con los ojos vendados, intentando llegar a la meta sin parar el ritmo. El problema es que cuando quieres darte cuenta; la meta que creíste ver se disolvió entre las nubes y tú ya has caído. Por eso, no os puedo dar un día exacto en el calendario; pero a día de hoy, aunque entonces no lo supiera, sí puedo asegurar que algo en mí se rompió hace unos tres o cuatro años y obvié todos los síntomas. Como quien ignora un catarro mal curado; como quien sigue entrenando sin querer parar aún estando lesionado.

No me paré a pensar, ni me metí en la cama. La lógica imperó, ya que jamás vas al médico cuando crees que no te pasa nada o cuando sabes que algo ocurre, pero crees que se pasará. La fiebre me mantenía activa, y con el corazón acelerado, continué con mi vida atropellada. Comencé a alargar poco a poco las horas del día. A mantenerme ocupada: a estudiar, a trabajar, a ejercitarme, a cuidar de los demás… soltando lastre para aligerar la carga, perdiendo en el camino mi amor por la música, las letras, la conciencia y la calma. Pero nunca me paré a respirar ni pedí a gritos que me cuidaran… o quizá sí lo hice pero nadie me escuchaba. Y en medio de esa vorágine encontré la poción mágica; la ilusión perdida; el multiplicador del tiempo y, en tan sólo veinticuatro horas, aprendí a vivir dos vidas. A no detenerme ni un instante. A correr de un lado a otro para adelantar al tiempo y decir que todo está bien, saltando de mentira en mentira. Y así, con un reloj que marca 120 segundos por minuto y con mucho escepticismo previo; atardeció el 13 de marzo en Zaragoza y la noche más larga se nos vino encima, atrapándonos a oscuras dentro de nuestras propias vidas.

Acaté el aislamiento con preocupación, resignación y algo de enfado. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, las cuentas bancarias daban vueltas en mis sueños; y el cuerpo se desencajó de dolor rindiéndose a la inercia que provocan las paradas inesperadas causadas por los frenos de emergencia. Organicé mi día a día, a mi velocidad convenida, pero mi propio reloj me traicionó dejando de monitorizar toda la actividad que hacía; decidió apagarse y devolverme mi vida. Volvió a sincronizarse el segundero con el sol cuando amanece, con la luna y las estrellas, con mis ritmos circadianos y, mis días volvieron a tener 24 horas. Volvieron a ser solo un día.

Y fue así como encerrada en la jaula más pequeña de la historia, años después de llamar a mi puerta desaparecieron la angustia, la prisa, la ansiedad, la tensión y la fatiga. Fue así como volví a disfrutar del mundo a cámara lenta, y así como volví a escuchar a las voces que hablaban en mi cabeza. Recuperé la paz que había perdido, recuperé la consciencia y la armonía. Fue así como mi vida se equilibró conmigo misma volviendo a avanzar a merced del ritmo pausado que marcan mis propios latidos. Y solo queda esperar a vencer el pánico y la agorafobia, soñando con que sirva a largo plazo todo este aprendizaje para que cuando salga el sol, para cuando seamos libres y el mundo vuelva a la normalidad de antes; nada vuelva a ser como era, que con vivir día a día, ya debería ser bastante.

Mi pequeño valiente… Tú que unas veces vives sin prudencia lanzándote a la aventura más peligrosa y otras te detienes a analizar meticulosamente cada una de las consecuencias de las vivencias más seguras.

Tú, que adoras el vértigo de las montañas rusas, ignorando aún que la vida puede girar mucho más. Mi pequeño valiente, tan especial que eres… Todavía no sé de dónde has aprendido esa empatía y esa forma de querer sin contenerte; a lo grande.

Quién no daría la vida entera por un segundo más contigo… solo quienes te conocen bien comprenden el por qué de muchas cosas, a las que tú das sentido solo con tu existencia.

Mi soñador empedernido, con tus ansias de ingeniero y de paleontólogo, tu gorro de chef con el que te encanta trastear en la cocina y ese ceño fruncido que se marca cuando te concentras. Y esa sonrisa…  lo daría todo por no perderme ni una sola de ellas, que cada vez que asoman iluminan mi vida.

Es increíble ver cuánto has crecido, por dentro y por fuera. Me maravilla sentir cómo intentas comprenderlo todo; preguntando mil veces si hace falta y cuando ya lo has entendido me tomas el pelo entrando en un bucle de preguntas sin sentido a la espera de que yo pierda la paciencia para entonces mirarme con esa cara que pones cuando estás de broma y partirte de risa.

Mi pequeño valiente, eres tan especial que ni siquiera lo sabes, y eso te hace si cabe aún más increíble. Sigue siendo como eres y no cambies nunca; ya son 9 años maravillosos a tu lado en los que he aprendido mucho más de lo que te he enseñado. Sé feliz como nunca… o como siempre. Felicidades, pequeño mío. Con todo mi cariño: tu mami.

No sé jugar a la guerra, pero aún en tiempos de tregua la paz no encuentro. En medio de esta contienda perdí la lucha contra el sueño, pues el insomnio se yergue altivo entre las pesadillas y los demonios por más que en dormir y olvidar ponga mi empeño.

No sé cómo quitar la anilla a esta granada, sin mantener para siempre en mi cabeza grabada la imagen de su estallido, que con su onda expansiva romperá todo a su paso; todo lo que ahora conozco; todo lo que creí tan mío.

Quién pudiera ser feliz y esconderse en tus trincheras: sin memoria, sin recuerdos, sin pasado; sin cadenas. Pero dime; dime quién puede reír a carcajadas cuando aún al cobijo de tu escudo y aunque bien parapetada estuviera, sabe que al fuego cruzado otros se exponen ahí fuera.

Dí por perdida esta batalla. Nadie merece morir en manos de fuego amigo. Si no disparo, me matas; si lo hago, muero contigo. Y qué más da si me expongo, sin chaleco y sin defensa, sola, en medio del camino… Si me alcanzaron las balas de un fusil que dio conmigo, aún estando agazapada y a salvo de mi enemigo.

No sé jugar a la guerra, y por eso, siempre pierdo. Se me escapan la cordura, la esperanza, las sonrisas… y el momento.

Este año deseo que te propongas cosas realizables. Que puedas soñar con las nubes pero tengas los pies en la Tierra. Que no te conformes con lo que tienes pero que aceptes que a veces no se puede ni se debe tener más. Que no aceptes consejos que no hayas pedido. Que seas consciente de que todo el mundo te decepcionará en algún momento de tu vida, y que incluso tú te decepcionarás a ti mismo y será lo que más te duela. Que sepas que algunos dolores se sobrellevan, pero no todos se curan. Que no seas siempre optimista, porque te meterás las hostias dobladas. Que no jures amor eterno porque no sabes hoy cómo te sentirás mañana. Que no juzgues a nadie porque jamás sabrás lo que es estar en su lugar. Que vivas como quieras, que hagas lo que te dé la gana, que hay que reírse de todo porque llegará un día en que nada importará nada. Que escuches música, que leas libros y que no veas telediarios. Que no esperes, que el tiempo vuela. Que cumplas tus promesas para no cargar con el peso de las consecuencias en tu conciencia. Que no gastes el dinero que no tienes. Que recuerdes que la vida es de prestado, y que los deseos no cumplidos se evaporan. Que no pierdas el tiempo haciendo cosas que no te motivan. Que viajes siempre que puedas, solo o en compañía. Que aceptes que todo en lo que crees puede ser mentira.  Que seas tú siempre el que elige, y que tengas el año que más te guste; no importa lo que yo diga.  Feliz 2019 (o no, depende).

Somos imperfectos. Con aristas punzantes y con las muescas que nos ha ido regalando el día a día. Con cada señal que dejaron en nosotros, cada momento que nos marcó, bueno o malo y el desgaste de tanto uso. Nuestra profundidad no es ya uniforme; una línea discontinua que se reconstruye a su manera, permitiéndonos así intentar avanzar por ella.

Somos desiguales. Con cada idea desacompasada y propia, cada manía y cada forma de ver la vida. Con amigos rotos, pedazos reconstruidos de vidas ya añejas.  Formas alborotadas, pasados dispares y sueños que cuando se encontraron eran ya cuentos de almas independientes que, agujereadas por el paso de la historia adquirieron estructuras dispares y diferentes.

Pero estas, nuestras escotaduras cortantes y desgastadas de perfil único y completamente exclusivo; nos han convertido en un todo extraordinario, pues si bien por separado éramos entes enteros e inexactos, la conjunción de nuestros irregulares corazones nos encaja pieza a pieza, como el puzzle que esconde una obra de arte, la maquinaria de un reloj que nunca atrasa, la exactitud con la que una cremallera se cierra; uniendo para siempre a estos dos trozos de tela que, aún con los jirones que nos dio la vida; al unirnos dos en uno,  no podríamos ser más completos, más felices, ni más perfectos. Y así es como ahora me siento.

A veces echo de menos a mi yo despreocupada, la que convertía en arte su pasión por no hacer nada. La que por exceso era sincera, y se dormía a las 11 de la noche hasta el día siguiente, a pierna suelta. Echo de menos a mi yo activa y a la perezosa, que dudaba entre hacer deporte o echar una siesta de dos horas. 

¿Volverá mi yo optimista, la que caminaba sobre baldosas amarillas, la que siempre encontraba la mejor salida, la que sin importar qué, siempre esbozaba una sonrisa? ¿Volveré algún día a encontrarme con la chica que escuchaba una canción tras otra, que leía en cuanto tenía un minuto, que jamás miraba hacia atrás y que se quería comer el mundo?

Echo de menos a mi yo tranquila y confiada, que pedía pizza los jueves sin preocuparse de la báscula. La que vivía el año entero preparando un mes de planes, y pasaba los sábados en la carretera, de viaje en viaje. A veces echo de menos a mi yo domesticada… pero me volví salvaje, y es mejor no añorar nada.